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ISSN 1989-4163

NUMERO 100 - FEBRERO 2019

Le Fantôme

Victoria Salvador

And is this what you wanted
To live in a house that is haunted
By the ghosts of you and me

Leonard Cohen / The Last Shadow Puppets

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"A la derecha justo antes de la tienda de tractores." Nos pasamos de largo, por supuesto. El letrero que debía indicarnos el acceso a Domaine Roquebert andaría cubierto de ramas y no lo vimos. Cerca ya de Béziers encontramos una rotonda y enfilamos el carril de vuelta a Narbonne. Esta vez tomaríamos el camino a la izquierda justo después de la tienda de tractores.

Un perro con ganas de compañía vino a nuestro encuentro, mientras el chorreteo de la fuente de la piscina que se oía tras los setos alegraba ya nuestras exhaustas neuronas. Maleta en mano, husmeamos alrededor en busca de presencia humana, aunque solo la perruna parecía responder a nuestro deambular por la finca, y a pesar del silencio de las tres de la tarde de un viernes caluroso que marcaba el paso al otoño, todo parecía en orden y aguardando nuestra irrupción. Solitario, el columpio de cuerda y tabla colgado del centenario árbol ante la entrada de la aún desierta casa solariega se balanceaba suavemente, dudando entre protagonizar el inicio de un largometraje costumbrista o de terror. O de terror costumbrista.

En la puerta de lo que parecía ser la entrada a la cocina vimos una pizarra: "Je reviens à 4 heures". A la vista de que estábamos solos con Coco -más francés no podía llamarse nuestro amigo el can, como descubrimos más tarde- y que nada más cabía hacer que esperar, decidimos ocupar un par de las sillas playeras del patio y dar por iniciadas nuestras cortas, cortísimas vacaciones.

A la hora prometida nos saludó la risueña gobernanta, bajando de su coche a toda prisa al vernos tan ricamente aposentados. Su "bienvenus!" nos arrancó de la modorra de la espera y, recuperando las maletas que habíamos abandonado, nos llevó a la puerta principal de la casa, que daba acceso a un vestíbulo con suelo de damero y una amplia escalera circular cuyos peldaños mostraban señales de uso de muchos, muchos pasos de más de un siglo o dos. Nos sorprendió la antigüedad que respiraba la casa. Eso era, exactamente: olía a antiguo.

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Esa misma tarde, la paz de nuestras tumbonas a la vera de la piscina se vería perturbada tan solo 10 minutos después de haberla inaugurado. Mala suerte. No íbamos a estar solos, y el griterío de un hombre y una mujer con ese inconfundible y a la vez desconcertante acento del extrarradio de Barcelona -un castellano con inubicable deje del sur y trufado de catalanismos, que no de catalán- y móviles vomitando ruidosos vídeos de sobrinos bailando desvanecieron todas nuestras ilusiones de tranquilidad. Los otros huéspedes con quien nos tocaría compartir la casa resultaron ser una pareja de belgas de mediana edad, de procedencia flamenca, cuya actitud mucho más similar a la nuestra, de búsqueda de sosiego, provocó un primer acercamiento por pura afinidad al caer la noche, cuando esparcimos las compras sobre una de las mesas del patio para cenar: varias clases de quesos -Rocamadour, Tomme, Pélardon-, y paté, vino, pan y postres Bonne Maman. Muy francés todo.

Incontables bocados de excelente, oloroso y madurado queso después, al dirigirnos a nuestra habitación para la noche cruzando el damero del vestíbulo, ambos giramos nuestras cabezas hacia la izquierda como impelidos por una curiosidad impuesta por nosequién o nosequé, descubriendo una sala de estar en casi perfecta oscuridad con aspecto de no haber sido habitada en al menos tres generaciones. Encendimos la luz, que se reveló tenue y amarillenta como era de esperar, desvelando un abundante mobiliario de madera oscura, sillones orejeros cuyos ocupantes pasaron hace tiempo a formar parte de los daguerrotipos centenarios que colgaban de los muros color ocre, y una tabla de planchar que, a pesar de pertenecer claramente a mediados del siglo XX, era con mucho la benjamina del conjunto. Ese rápido vistazo nos bastó para saber que, por voluntad propia, esa sería la última visita a la sala.

La noche siguiente, tras reponer víveres – concretamente, más cuñas y pedazos de diversos tipos de queso de la zona-, volvimos a coincidir con ambas parejas y, mientras "les espagnols", como les había bautizado con desdén la anciana propietaria del establecimiento que vivía en una casa contigua, ajena a mi origen y que revisaba cada noche si cerrábamos las luces, volvimos a entablar conversación con los belgas. La mujer, de constitución fuerte, baja estatura y escaso cabello rubio ceniza, se apartó de nuestra mesa para echarse un pitillo y no molestarnos con el humo, mientras su marido, en lo físico una versión centroeuropea y amable del ministro Montoro, nos intentaba hacer reír con anécdotas de sus viajes de trabajo. Viendo mi expresión de no estar prestando demasiada atención a los clichés sobre la holgazanería de los colegas italianos de su cónyuge, se acercó a mí una vez hubo apagado el cigarrillo.

- ¿Tú también duermes mal aquí?, me preguntó, así, sin introducción alguna. Tengo sueños muy, muy raros, me dijo.
Sin darme tiempo a reaccionar, me contó que se lo había comentado a la dueña.
- Ah! C'est le fantôme!, le había respondido ésta, haciendo un ademán de desdén, quitándole hierro al asunto.

Esa noche dormí muy mal. Apenas pude conciliar el sueño y dejé que pasaran las horas sentada en el alféizar con la ventana de la habitación abierta, vagando con la mirada por el bosque que rodeaba la casa, sin más iluminación que las estrellas, para que entrara la brisa occitana, fresca y constante.

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Cuando por fin llegó la hora del desayuno, que iba incluido en el precio de la habitación, la gobernanta colocó las mermeladas caseras, la mantequilla y las baguettes y los olorosos croissants aún calientes en la larga mesa que esa mañana compartíamos las 3 parejas. A la señora de la casa se le ocurrió venir a saludar y me preguntó, sin preámbulos, fijando su mirada en la mía y recostando su mano sobre mi hombro izquierdo en un ademán que pretendía ser cercano, si había dormido bien.

- Moi? Non – dije yo. A la mujer belga se le abrieron los ojos como si estuviera siendo testigo de un suceso paranormal y se me quedó mirando, expectante ante mi respuesta.

- Ah! – exclamó la dueña, con una mueca que se hallaba a medio camino entre una sonrisa socarrona y un mohín- C’est le fantôme!

Y yo, aún con la sensación de empacho en el cuerpo de la noche anterior que el café de la mañana no había sabido desatascar, estrujé mi cerebro para encontrar las palabras correctas en el oxidado francés que cursar la EGB en un colegio de monjas me dejó en herencia:

- Mais ce n’est pas le fantôme! C’EST LE FROMAGE!

 


Vídeo para acompañar el artículo

 

https://youtu.be/s8LtrwbEUow

Le Fantôme

 

 

 

 

 
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